EL ÚLTIMO RELUMBRÓN
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EL ÚLTIMO RELUMBRÓN
EL ÚLTIMO RELUMBRÓN
Real como la vida misma, en la guerra y en el Airsoft...
Van diciendo por ahí que fue en Rocroi donde perdimos la honra y el halo de imbatibilidad que lucíamos desde hacía más de un siglo. Lo dicen ellos, claro, pero no es cierto.
La honra la perdimos nosotros solos, empujados por la avaricia, el mal gobierno, las corruptelas, las envidias, los curas fanáticos, el pueblo embrutecido y la arrogancia, la insolidaridad entre nosotros, los trapicheos y la desvergüenza.
La imbatibilidad es cosa absurda. Unas veces se gana y otras se pierde. Pero nosotros, hasta en el perder mantuvimos siempre las maneras y no hubo enemigo que nos viese las espaldas.
Si no, ¿Por qué en Rocroi se dejó marchar, a los que quedaron, con las acribilladas banderas al viento?
Semejante cosa jamás habíase visto en batalla campal. Pero claro, los franceses pintan cuadros con su piadoso general salvando a los desgraciados españoles de la degollina, y olvidan, dibujar, a los dos mil compatriotas suyos hechos filetes o a los tres mil más que se retuercen de dolor, delante, casi todos, de lo que quedaba del cuadro español…
Así que ya ven ustedes, allí perdimos la batalla, sí, pero no la honra, ni mucho menos.
Ni con todos los cañones gabachos disparando, ni con cientos de caballos encima, el Tercio daba su brazo a torcer. Y contra menos quedaban, peores zarpazos daban… Y los franceses venga hacer propuestas de rendición, y el Tercio erre que erre… ¡Qué no, coño, que no nos rendimos, pardiez!...
Y encima no pudieron tomar la plaza, que quedó en manos españolas unos pocos años más…
Fíjense como son las cosas de la guerra y de la propaganda, que lo que pasó, pocos años después, en la cercana plaza de Valenciennes, ni está recordado en cuadros en el Louvre, ni glosado con patrióticos versos por poetas y dramaturgos. Pasan la página rápido, a la posterior humillación del Tratado de los Pirineos. La única derrota de su glorioso e invicto, dicen, Vizconde de Turenne, apenas la recuerdan, ni la nombran, ni la cuentan. Un petit resbalón, dirán.
La plaza de Valenciennes está defendida por una guarnición española, pequeña, mal pagada, como todas. Olvidada. Pero dispuesta a dejarse matar hasta el último aliento. Por España y por Santiago. Como todas. O casi.
El Vizconde de Turenne que cuenta con un poderosísimo ejército, cerca la ciudad y la ataca sin contemplaciones. Dentro los de la guarnición, rezan mucho, comen poco y matan gabachos hasta que les toca el turno y mueren. Pasa un mes. Se sigue resistiendo, pero la situación es insostenible.
La guarnición está a punto de capitular, pero la mañana del dieciséis de Julio de 1656 las banderas con la buena y vieja Cruz de Borgoña, aparecen por el horizonte.
Son los Tercios de Juan José de Austria que vienen en auxilio de los sitiados. Lo que queda del antaño poderoso ejercito de Flandes. Los mismos que empezaron en Granada e Italia hace ya, tantísimo tiempo.
Picas y arcabuces, espadas y dagas… Valor y honra. Murallas y castillos humanos como los llamó algún enemigo admirado. “La mejor infantería contra la que jamás luché”, que dijo otro. Allí estaba, formados los cuadros, avanzando impasibles hacia el enemigo.
Los franceses aprestan sus cañones, preparan sus escuadrones, la infantería forma. Son más, son muchos más, pero en el ambiente flota la vieja sensación de miedo, el antiguo temor que recorría Europa entera cuando retumbaba en las tripas herejes el tambor español.
-Ya vienen François…
- Pas problem…Ancha es Francia…Para correr…
Trece años después de Rocroi, los ejércitos del Rey Católico seguían produciendo pavor a los enemigos de España. Herida de muerte, apuñalada una y otra vez, con saña, nuestra patria por la Europa entera, todavía alzábamos las garras para asestar zarpazos demoledores.
Como aquella mañana en los campos junto al Escalda, el gran río que iría ya para siempre unido a España. Como el Mosa, como el Rin…
Juan José de Austria, espolea a su caballo y encabeza una carga contra las filas del señor de La Ferté, segundo al mando francés.
La vieja fuerza le acompaña y arrollan a los franceses y degollan a los artilleros y llegan hasta la orilla del río matando sin cuartel. Los que quedan vivos huyen, corren, vuelan, perseguidos por los jinetes.
Ferté y sus oficiales nada pueden hacer para parar la estampida. Solamente pueden rendirse si quieren salvar la vida. Y se rinden. Abaten sus espadas como Francisco I en Pavía.
Turenne nada puede hacer por ayudarle. Bastante tiene con aguantar lo que se le ha venido encima. La guardia vieja, el núcleo duro, el alma del ejército imperial. Los Tercios Viejos españoles y sus afamados, certeros y fríos como el hielo, arcabuceros.
Al Vizconde no le queda más remedio que replegarse. Es decir, se une a la masa de dos mil soldados que han arrojado las armas y huyen en desbandada. Con el rabo entre las piernas.
Mientras corre escucha los gritos de victoria de los españoles. El Santiago ése y la madre que lo parió. Nos hemos comportado igualito, igualito que ellos en Rocroi, piensa mientras corre y mira atrás rojo de vergüenza.
Y así el dieciséis de Julio de 1656 los Tercios de España relumbraron otra vez sobre los campos de Europa. Y nadie pintó cuadros, ni nadie lo recuerda.
Llegados al final de un camino, empobrecidos, los campos yermos y abandonados, la gente mísera y miserable, el país vacío, sangrado por guerras y pestes.
Pero muriendo de pie, como lo que siempre fuimos. Vencidos, sí, pero no doblegados. Derrotados más por nosotros mismos más que por nuestros enemigos.
Trece años después de Rocroi, la bandera de La Cruz de San Andrés volvió a vencer en el campo de batalla. Acribillada, rota y tinta en la sangre de los abanderados muertos.
Los herejes temblaron, Europa contuvo el aliento.
Éstos… Capaces son de empezar de nuevo… Reconquistar Flandes y armarla parda… ¿No echaron a los moros?... Menos mal, amigo François, que el rey se muere y el hijo es más tonto que palote… Con un buen rey, a saber estos españoles donde hubiesen llegado….
A. Villegas Glez.
Real como la vida misma, en la guerra y en el Airsoft...
Van diciendo por ahí que fue en Rocroi donde perdimos la honra y el halo de imbatibilidad que lucíamos desde hacía más de un siglo. Lo dicen ellos, claro, pero no es cierto.
La honra la perdimos nosotros solos, empujados por la avaricia, el mal gobierno, las corruptelas, las envidias, los curas fanáticos, el pueblo embrutecido y la arrogancia, la insolidaridad entre nosotros, los trapicheos y la desvergüenza.
La imbatibilidad es cosa absurda. Unas veces se gana y otras se pierde. Pero nosotros, hasta en el perder mantuvimos siempre las maneras y no hubo enemigo que nos viese las espaldas.
Si no, ¿Por qué en Rocroi se dejó marchar, a los que quedaron, con las acribilladas banderas al viento?
Semejante cosa jamás habíase visto en batalla campal. Pero claro, los franceses pintan cuadros con su piadoso general salvando a los desgraciados españoles de la degollina, y olvidan, dibujar, a los dos mil compatriotas suyos hechos filetes o a los tres mil más que se retuercen de dolor, delante, casi todos, de lo que quedaba del cuadro español…
Así que ya ven ustedes, allí perdimos la batalla, sí, pero no la honra, ni mucho menos.
Ni con todos los cañones gabachos disparando, ni con cientos de caballos encima, el Tercio daba su brazo a torcer. Y contra menos quedaban, peores zarpazos daban… Y los franceses venga hacer propuestas de rendición, y el Tercio erre que erre… ¡Qué no, coño, que no nos rendimos, pardiez!...
Y encima no pudieron tomar la plaza, que quedó en manos españolas unos pocos años más…
Fíjense como son las cosas de la guerra y de la propaganda, que lo que pasó, pocos años después, en la cercana plaza de Valenciennes, ni está recordado en cuadros en el Louvre, ni glosado con patrióticos versos por poetas y dramaturgos. Pasan la página rápido, a la posterior humillación del Tratado de los Pirineos. La única derrota de su glorioso e invicto, dicen, Vizconde de Turenne, apenas la recuerdan, ni la nombran, ni la cuentan. Un petit resbalón, dirán.
La plaza de Valenciennes está defendida por una guarnición española, pequeña, mal pagada, como todas. Olvidada. Pero dispuesta a dejarse matar hasta el último aliento. Por España y por Santiago. Como todas. O casi.
El Vizconde de Turenne que cuenta con un poderosísimo ejército, cerca la ciudad y la ataca sin contemplaciones. Dentro los de la guarnición, rezan mucho, comen poco y matan gabachos hasta que les toca el turno y mueren. Pasa un mes. Se sigue resistiendo, pero la situación es insostenible.
La guarnición está a punto de capitular, pero la mañana del dieciséis de Julio de 1656 las banderas con la buena y vieja Cruz de Borgoña, aparecen por el horizonte.
Son los Tercios de Juan José de Austria que vienen en auxilio de los sitiados. Lo que queda del antaño poderoso ejercito de Flandes. Los mismos que empezaron en Granada e Italia hace ya, tantísimo tiempo.
Picas y arcabuces, espadas y dagas… Valor y honra. Murallas y castillos humanos como los llamó algún enemigo admirado. “La mejor infantería contra la que jamás luché”, que dijo otro. Allí estaba, formados los cuadros, avanzando impasibles hacia el enemigo.
Los franceses aprestan sus cañones, preparan sus escuadrones, la infantería forma. Son más, son muchos más, pero en el ambiente flota la vieja sensación de miedo, el antiguo temor que recorría Europa entera cuando retumbaba en las tripas herejes el tambor español.
-Ya vienen François…
- Pas problem…Ancha es Francia…Para correr…
Trece años después de Rocroi, los ejércitos del Rey Católico seguían produciendo pavor a los enemigos de España. Herida de muerte, apuñalada una y otra vez, con saña, nuestra patria por la Europa entera, todavía alzábamos las garras para asestar zarpazos demoledores.
Como aquella mañana en los campos junto al Escalda, el gran río que iría ya para siempre unido a España. Como el Mosa, como el Rin…
Juan José de Austria, espolea a su caballo y encabeza una carga contra las filas del señor de La Ferté, segundo al mando francés.
La vieja fuerza le acompaña y arrollan a los franceses y degollan a los artilleros y llegan hasta la orilla del río matando sin cuartel. Los que quedan vivos huyen, corren, vuelan, perseguidos por los jinetes.
Ferté y sus oficiales nada pueden hacer para parar la estampida. Solamente pueden rendirse si quieren salvar la vida. Y se rinden. Abaten sus espadas como Francisco I en Pavía.
Turenne nada puede hacer por ayudarle. Bastante tiene con aguantar lo que se le ha venido encima. La guardia vieja, el núcleo duro, el alma del ejército imperial. Los Tercios Viejos españoles y sus afamados, certeros y fríos como el hielo, arcabuceros.
Al Vizconde no le queda más remedio que replegarse. Es decir, se une a la masa de dos mil soldados que han arrojado las armas y huyen en desbandada. Con el rabo entre las piernas.
Mientras corre escucha los gritos de victoria de los españoles. El Santiago ése y la madre que lo parió. Nos hemos comportado igualito, igualito que ellos en Rocroi, piensa mientras corre y mira atrás rojo de vergüenza.
Y así el dieciséis de Julio de 1656 los Tercios de España relumbraron otra vez sobre los campos de Europa. Y nadie pintó cuadros, ni nadie lo recuerda.
Llegados al final de un camino, empobrecidos, los campos yermos y abandonados, la gente mísera y miserable, el país vacío, sangrado por guerras y pestes.
Pero muriendo de pie, como lo que siempre fuimos. Vencidos, sí, pero no doblegados. Derrotados más por nosotros mismos más que por nuestros enemigos.
Trece años después de Rocroi, la bandera de La Cruz de San Andrés volvió a vencer en el campo de batalla. Acribillada, rota y tinta en la sangre de los abanderados muertos.
Los herejes temblaron, Europa contuvo el aliento.
Éstos… Capaces son de empezar de nuevo… Reconquistar Flandes y armarla parda… ¿No echaron a los moros?... Menos mal, amigo François, que el rey se muere y el hijo es más tonto que palote… Con un buen rey, a saber estos españoles donde hubiesen llegado….
A. Villegas Glez.
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